Las Mentes Conspirativas
Recuerdo como un día, cuando aún era adolecente, me tope con el libro “Ángeles y Demonios” de Dan Brown—una copia vieja pero un útil para mantenerme distraído a lo largo de un verano cuyo año no es de mi recuerdo. Tan impactante fue la lectura de este libro que comencé a mantenerme pendiente de sus nuevos escritos. Fue así como en algún momento llegué a leer ‘Inferno’ con la expectativa de descifrar otro gran acertijo. Fue una trama habitual, llena de misterios y conspiraciones—nada fuera de lo habitual. Sin embargo, fue el final lo que me sorprendió. Dentro de un contexto similar al que vivimos hoy en día (para no arruinarles el final de esta novela), Dan Brown expone, como saliendo de su propia boca, una cuasi-conspiración dentro de un mundo conspirativo: hay verdades que son mejores que el pueblo desconozca. Esta moraleja al final de ‘Inferno’ destruyo mi interés en sus libros. Me di cuenta como el propósito sus novelas no era revelar una verdad oculta, sino mantener vivo el mito de organizaciones secretas que controlan nuestro mundo. Me di cuenta como la verdad de toda teoría conspirativa no yace en los secretos revelados, sino en mantener vivo este mito de un orden trascendental y omnisciente (como el ojo que todo lo ve).
Es parte de nuestro vivir en este mundo postmoderno haberse tragado, en algún momento u otro, una teoría conspirativa. Es casi inevitable nunca haber tomado como cierta alguna teoría que trata de ir más allá de la cotidianidad de nuestro mundo; ya que ver el mundo desde el punto de vista de una teoría conspirativa nos otorga una visión privilegiada—por el cual un conocimiento oculto se nos revela. Sin embargo, ¿son acaso las teorías conspirativas poseedoras de conocimientos valederos?
A simple vista, las teorías conspirativas son tan racionales que se nos es difícil negar su veracidad. Pero lo que usualmente no es tomado en cuenta, es que la existencia de las teorías conspirativas se limita a rellenar un vacío epistémico en nuestro mundo. ¿Qué causo el 11 de septiembre? ¿Cómo se creó el coronavirus? Obviamente, quisiéramos saber la verdad de estos grandes eventos; especialmente si esta verdad se presenta con una simplicidad fácil de digerir a gran escala. Pero ¿por qué tenemos esta necesidad? La dificultad de negar la veracidad de las teorías conspirativas es causada por nuestra propia necesidad de rellenar los vacíos de nuestro conocimiento con relatos simplificados que otorgan toda responsabilidad a agentes foráneos. Esta necesidad de otorgar todo poder sobre nuestro mundo a entidades externas tiene un nombre en el psicoanálisis: la paranoia.
Las primeras investigaciones de Jaques Lacan, el famosos y controversial psicoanalista francés, se basaron en estudiar la paranoia y la psicosis o, mejor dicho, la psicosis paranoica. A comparación de su progenitor intelectual, Sigmund Freud, cuyas investigaciones se centraron en el estudio de la histeria (dejando así de lado la psicosis), Lacan indagó dentro del imaginario de sus pacientes—en el cual ideas paranoicas emergían para atormentarlos.
En esta primera etapa intelectual, que se le reconoce como la etapa de la imaginación, Lacan define a la paranoia como la raíz de todo conocimiento—todo conocimiento es ‘descubierto’ por un paranoico. Esta proposición es entendible y evidente si observamos como el paranoico observa como su propio mundo es regido por un razonamiento externo que él debe penetrar para descubrir—como si en su adentrarse, la mente de dios se revelase. Obviamente, ¿cómo podría una persona negar un conocimiento que lo revela una gran autoridad? En este momento nos topamos con un problema inherente a este tema, ¿es el conocimiento descubierto o construido? Estoy seguro de que muchos de nosotros declararemos que todo el conocimiento de un paranoico es construido por su propia mente. Pero ¿no es así como las personas ‘sanas’ también construyen el conocimiento?
Este dilema causó en Lacan la investigación de su siguiente etapa, lo simbólico. Dentro de lo simbólico podemos ver como este “agente externo” (la sociedad, Dios, la elite, etc.), que Lacan reconoce como El Gran Otro, es inherentemente ignorante. De esta forma, para Lacan, asumir la ignoraría del Gran Otro es asumir nuestra propia castración simbólica, ya que solo así estaríamos negando poseer la verdad absoluta de una entidad que lo sabe todo. Esta castración simbólica es lo que las teorías conspirativas, al igual que un paranoico, tratan de evadir. Sin duda alguna, los que desean estas teorías prefieren evadir su castración simbólica, porque solo así (1) El Gran Otro seguirá siendo omnisciente y (2) ellos seguirán poseyendo la verdad absoluta que se le es oculta a la gran mayoría. Si, al contrario, asumimos nuestra castración simbólica, nos daremos cuenta como el mundo no es nada más que una danza caótica que lamentablemente no esta regida por ningún orden o razonamiento.
En esta pandemia han surgido muchísimas teorías conspiratorias que le quieren dar un orden a esta catástrofe—una causa racional con un agente manipulador que sepa el rumbo de este futuro incierto. La verdad es que, aunque la pandemia allá sido fabricada de ante mano, esto no justifica nuestra necesidad de crear teorías conspirativas que nos libren de toda responsabilidad por actuar adecuadamente, y que al mismo tiempo nos otorguen el poder de poseer una verdad que justifique nuestras irresponsables acciones. Por ejemplo, usar indebidamente sustancias no aprobadas como el dióxido de cloro o la ivermectina, justificando su falta de respaldo científico en los intereses conspiratorios de la OMS y otras entidades, es una forma fácil de librarse de toda responsabilidad. Al mismo tiempo es una forma fácil de creer obtener la verdad absoluta que sosiegue nuestra ansiedad al momento de enfrentar lo desconocido de este virus. En momentos como estos, lo que necesitamos más que nunca es rigor científico y, aun más, el rigor filosófico de siempre poner en duda todas las respuestas que se nos presenten como absolutas y evidentes.